Francisco Delmo Nicolau, estudiante de 1º de Bachillerato en el IES San Diego de Alcalá de Puerto del Rosario, ha logrado el primer premio en la categoría de cuento del 51º Premio de Cuento y Poesía del IES Miguel de Cervantes de Alcázar de San Juan. Su relato, titulado La máquina de café, fue seleccionado entre más de cien obras presentadas por jóvenes de toda España, en un certamen considerado el más antiguo de su tipo en el ámbito educativo nacional.
El joven majorero recibió la noticia con incredulidad, semanas después de haber enviado su relato al concurso. “Me sorprendió que me llamaran, tuve que releerlo porque no recordaba del todo lo que había escrito”, confesó en una entrevista en Radio Insular. “Uno va escribiendo y lo envía porque piensa que es mejor eso a tenerlo muerto en el ordenador”.
La máquina de café es un relato que combina lo cotidiano con lo fantástico. Narra la historia de un hombre que, en su oficina, descubre que la máquina de café no es real. Lejos de tratarse de una locura o de un trastorno, este elemento introduce una reflexión más profunda sobre la percepción y la vida misma. “El relato empieza con un hombre a punto de morir, que siente más pereza que miedo. Termina con su muerte, pero no como un final triste, sino como símbolo de cómo uno vive y muere sin llegar a entender qué es esto que llamamos realidad”.
Francisco viajó hasta Alcázar de San Juan para asistir personalmente a la entrega del diploma, un acto celebrado en el Museo Casa del Hidalgo. Allí tuvo la oportunidad de pronunciar un breve discurso en el que compartió una anécdota personal: una reflexión que vivió frente a un reloj digital en un tren de Londres y que, según explicó, inspiró el inicio de su relato con una cuenta atrás hacia la muerte.
Su pasión por la literatura viene de lejos. “Incluso antes de saber leer, ya recitaba de memoria cuentos con pictogramas”, recuerda. A los diez años leyó El Señor de los Anillos y desde entonces no ha dejado de buscar nuevas lecturas. “Antes era más desordenado, leía lo que encontraba. Ahora intento conocer más sobre la literatura universal: estoy con Moby Dick y tengo pendientes a Quevedo, Bécquer y Lorca”.
La escritura también tiene un componente emocional y familiar. Francisco quiso dedicar el premio a su abuelo, quien escribe desde hace años aunque nunca llegó a publicar. “Es un hombre muy importante para mí. Me gusta mucho leer lo que escribe. Algún día me gustaría mostrar lo que tengo por ahí de él”.
Aunque aún no ha decidido su futuro profesional, la literatura sí parece tener un lugar asegurado en su camino. “Siempre me gustó la literatura. Es lo único que no ha cambiado nunca. Todo lo demás lo cambio cada cinco minutos, pero esto no”. Y aunque reconoce que escribir un libro completo es un reto mucho mayor que un relato corto, no descarta intentarlo. “Me encantaría. Escribir una novela es un proyecto más largo, pero si tuviera la oportunidad, lo haría. A lo mejor ahora en verano lo intento”.
Francisco, o “Curro” como le llaman sus amigos, ha demostrado que el talento joven de Fuerteventura tiene mucho que decir. Su voz literaria, nacida en una isla del Atlántico y ahora reconocida en la península, es motivo de orgullo para su instituto, su familia y toda una comunidad que celebra el triunfo de un joven que escribe con alma, imaginación y una madurez asombrosa para su edad.
La máquina de café
Relato de Francisco Delmo Nicolau
Cuando sintió el frío metal de la pistola en la frente, Ancor solo experimentó una profunda sensación de pereza. Le daba absolutamente igual morir si eso significaba desaparecer para siempre, pero no se quitaba de la cabeza el eterno retorno: aquella idea de que el universo era la espiral del barbero que siempre vuelve a empezar, de que todo lo que había hecho, dicho o pensado tendría que repetirlo una, y otra, y otra vez. Si alguien le hubiera dicho que iba a morir aquel día, él se habría encogido de hombros: ¿Qué es estar muerto?, habría preguntado, y habría seguido su camino. Para Ancor, la vida era un túnel gris que empezaba en el metro cada mañana y acababa en su cama cada noche, una ilusión inducida por sus propios sentidos, una mentira a veces dulce y a menudo cruel.
Solía ir solo en el metro, viendo las paredes de piedra húmeda deslizarse veloces al otro lado del cristal, alguna que otra mujer atractiva de labios carmín que lo miraba con recelo, como esperando que fuera un acosador o que pensara seguirla hasta la siguiente estación, y una miscelánea de personajes que el tren tragaba y vomitaba en cada parada. Subía los escalones hacia la oficina con una extraña sensación de irrealidad, como levitando, y se sentaba frente a la pantalla del ordenador en silencio, viendo pasar un tiempo que cada día entendía menos. Las personas no eran mucho más que objetos para él y la realidad en sí misma no le parecía más que un pequeño incordio falso, como aquella vez que colocó un trapo de tela sobre una olla de agua hirviendo y, viendo cómo el vapor traspasaba el tejido, se dijo a sí mismo: ¡Mentira! ¡Todo es una mentira! A mi mente le parece un cuerpo compacto, pero no es más que espacio vacío.
Aquella mañana, sin embargo, un chirrido agudo interrumpió su trabajo: un objeto innecesario había alterado su rutina. Un hombre bajo, enjuto y moreno, como hispanoamericano, había traído un armatoste grande y rectangular, de esos que ocupan la octava parte de una pared, chupan electricidad y hacen ruido: una máquina de café.
Ancor la acabó ignorando, asumiéndola como una parte de su mundo, de esa manera en la que los objetos llamativos pierden relevancia con el tiempo, integrándose en el paisaje habitual. A las nueve de la mañana la había olvidado por completo y a las once empezó a sentir un martilleo, estaba cansado: estoy cansado, jefe, como decían los chavales que se reunían cada tarde a la puerta de la estación a molestar a las palomas y jugar en sus móviles. Los chicos decían esa frase en tono de sorna, probablemente un meme que circulaba por las redes, pero en aquel momento describía perfectamente su estado y, como es muy fácil ser idealista hasta que entra un puma a tu cuarto, decidió claudicar ante el aparato e ir a por un café.
Ancor detestaba levantarse, quizá porque cuando lo hacía sentía un gran vacío. Se daba cuenta de que no conocía los nombres de casi ninguno de sus compañeros, de que toda su vida, desde el suelo que pisaba hasta la oficina que recorría, parecía de juguete. Nada le parecía demasiado cierto, como si fuera a despertarse en cualquier momento de un sueño. Llegó a la máquina ofuscado y no fue hasta que intentó echar una moneda y esta dio un golpe seco en el suelo que se dio cuenta de que el aparato no era más que un producto de su imaginación. Miró, apurado, a un lado y a otro, pero nadie había levantado la cabeza, quizá concentrados en sus tareas, quizá acostumbrados a sus rarezas. La moneda, en el suelo, mostraba boca arriba el retrato del Rey Emérito con el ceño fruncido, casi reprochándole su estupidez. Tras una última mirada alrededor, Ancor se agachó a recoger su dinero.
Abandonó la oficina hecho una locomotora. Era una paradoja curiosa: la antítesis entre su total desprecio por la vida y su poca paciencia ante lo que lo contrariaba.
—¿¡Adónde va!? ¡Suárez! —gritaba su jefe, un hombre enano, calvo, iracundo, con una vena en forma de rayo surcándole la frente. Ancor se dio la vuelta, consciente de que, pese a ser grande, no era la clase de persona que impresionara, pero cuando se quedaba mirando fijamente a alguien, la gente parecía parapetarse pavorosa, quizá porque veían en él a alguien capaz de hacer cualquier cosa, ignorantes de que apenas tendría energía para empuñar un arma, no por miedo o respeto sino por pereza.
—Voy a por un café —se limitó a responder, y se alejó escuchando a su espalda los gritos amordazados de su jefe como quien soporta molesto el llanto de un niño o el zumbido estridente de un moscardón.
Mientras Ancor bajaba las escaleras de la oficina, espectro gris en la gris ciudad, a unos quinientos metros, Conan (El Conan) se rascaba la línea rasurada de su ceja. Lo cierto, pensaba, es que la vida criminal era bastante sórdida y decepcionante. Bastante distinta a lo que se veía en las películas, o al menos con muchos detalles desagradables que no se mencionan. Mucho hablar de grandes robos, pero nada del desagradable olor de un garaje oxidado donde se vende el último móvil birlado a un turista. Apuró el cigarrillo mientras palpaba, tratando de disimular, el bulto metálico de su bolsillo. No se culpaba; tampoco se consideraba un héroe pero, desde que había nacido, no había tenido muchas opciones. Aquel golpe cruzaba un umbral de violencia desconocido y, aunque nunca lo habría admitido, sentía una mezcla de miedo y orgullo heroico. Si salía bien, estaría en un nuevo estrato. Tiró la colilla al suelo, que se apagó en un charco dejando un fantasma de humo, y mientras comprobaba la hora en el reloj dio un último toque temeroso a la pistola de su bolsillo.
Ancor entró a la cafetería, sintiendo el desliz frío de la gente a su alrededor. Miró la cuadrícula blanca del suelo y pensó que tenía un aire extraño, como de transición entre la vida y la muerte. Cuadrículas blancas: las de hospitales y mataderos, el inicio y el final de la vida, donde resalta el negro metálico de la sangre y brilla la lejía de un lavado reciente despidiendo a un muerto más con cierto desdén, mientras el mundo sigue girando.
—¡Al suelo!
No fue un grito bien articulado, más bien una blasfemia estridente, pero el cañón de la pistola despejó cualquier duda posible. Un hombre desagradable, con una ceja medio rapada, pelo corto casi al cero y una sudadera de falsificación, sujetaba una pistola con rabia, apuntando al personal. La gente se tiró al suelo, llorando, y Ancor sintió incluso que el corazón se le aceleraba un poco: las pistolas imponen respeto en persona. Una mujer trató de salir corriendo, pero el ladrón le apuntó seco a la frente y ella se frenó en seco, como si la hubiera empujado una fuerza invisible. Ancor miró el reloj: las nueve y media de la mañana, el tiempo corría y, de repente, tuvo la sensación de que el segundero era más bien una cuenta atrás, como miran los terroristas el detonador de una bomba. Observó a su alrededor: era el único de pie. El hombre se acercó a él enseñando la mandíbula inferior como una piraña. Algunas personas parecían tener el poder de Medusa; Ancor se sintió incapaz de moverse, clavado en el sitio como un niño pillado en una travesura.
—¿Eres gilipollas? —le increpó Conan, y apoyó el cañón de la pistola en su frente.
Al contacto frío del metal, Ancor solo experimentó pereza. Desaparecería para siempre y moriría sin entender el mundo en el que vivía. Le daba igual morir, si eso significaba dormirse para siempre, pero no podía evitar pensar en aquella idea que siempre había creído absurda: el eterno retorno. ¿Era posible que eso fuera todo? ¿Repetir lo mismo una y otra vez? Al ver a semejante imbécil con el poder de matarlo, Ancor comprendió que, en el fondo, no sabía nada de nada. Miró a su izquierda y vio una máquina de café. Empezó a andar y, paralizado por su indiferencia, Conan se quedó quieto, con la pistola baja. Ancor echó la moneda, pulsó el botón y situó el vaso de cartón debajo, sintiendo la vibración del líquido al caer: caliente y tangible como cualquier otro. Se dio la vuelta con el vaso en la mano: el humo del café matinal enmarcaba su rostro indiferente y pálido, sus gafas cuadradas, su atuendo desaliñado y su boca torcida, dándole cierta gloria frente a la pistola que le apuntaba, como a un condenado a muerte.
—Bueno —suspiró Ancor, alzando el vaso a Conan como quien brinda— podemos decir que es verdad, ¿no?
El restallido de la pistola fue, más que nada, estridente. Y mientras se llevaban el cadáver de Ancor en camilla, un hombre bajo, enjuto y moreno, como hispanoamericano, subía una máquina de café a la oficina.
Francisco Delmo Nicolau, estudiante de bachillerato en el IES San Diego de Alcalá en Puerto del Rosario, ha ganado el primer premio en la categoría de cuento del 51º Premio de Cuento y Poesía del IES Miguel de Cervantes de Alcázar de San Juan. Su cuento «La máquina de café» fue seleccionado entre más de cien obras presentadas por jóvenes de toda España. El relato, que combina lo cotidiano con lo fantástico, ofrece una profunda reflexión sobre la percepción y la vida. Nicolau, que ha mostrado una pasión por la literatura desde muy joven, dedicó el premio a su abuelo, un escritor no publicado que ha sido una gran influencia en su vida.
Muchas felicidades campeón 👍
Muchas felicidades 👏
Felicidades 👏
Felicidades Currito!! 👏🏼👏🏼👏🏼
¡¡Muchas felicidades!! Sigue en el camino, nunca dejes de escribir. Quiero leer ese cuento.
Felicidades enhorabuena
FELICIDADES 👏👏👏👏
Muchas felicidades
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Enhorabuena 👏🏻👏🏻
Muchísimas felicidades!!👏👏
Enhorabuena chiquillo 👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻
Muchas felicidadedss🥰🥰
Muchas Felicidades!
Felicidades Curro!!!!
Felicidades!!!
Enhorabuena!! 👏
Que CRACK!! ENHORABUENA!! 👏🏽🥰
Felicidades!!!
Desde Argentina….felicitaciones….un orgullo real….
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