César Méndez salió más tarde de lo habitual aquel día para ir a trabajar. Cuando iba a subirse a su coche, lo detuvieron, lo pusieron contra la pared y lo esposaron. Había caído en una redada antimigratoria impulsada por Donald Trump que lo condenó a abandonar Estados Unidos tras 20 años de residencia.
Apenas lleva un mes en Fuerteventura, donde ha decidido “poner el marcador a cero” y comenzar de nuevo, como ya hizo en 2005, cuando dejó El Salvador para probar suerte en Estados Unidos. En Cuscatlán trabajaba en una fábrica textil, pero las amenazas de las pandillas se volvieron insoportables. “Era un acoso diario, cuando salía a trabajar estaban fuera; me pedían dinero y si no me golpeaban y maltrataban”, relata. Sin más opciones, huyó dejando atrás a su hija.
El viaje hacia el norte, por la ruta terrestre que une México con Estados Unidos, le tomó mes y medio. En el trayecto sufrió malos tratos, hambre y sed. Parte del camino lo recorrió como polizón en La Bestia, el tren de mercancías que atraviesa México y que ha cobrado numerosas vidas. “Fue difícil porque el tren iba a mucha velocidad, tuvimos que subirnos corriendo. Durante la noche cayó una tormenta muy fuerte, nos mojamos todo el trayecto hasta llegar a Tamaulipas; fueron tres días aguantando frío, hambre y lluvia”, recuerda.
Con ayuda de un coyote, cruzó la frontera y comenzó a ganarse la vida en California como freganchín en restaurantes, lavando coches y en la construcción. En 2011 se mudó a Nueva Jersey, donde levantó una pequeña empresa de construcción. Sin embargo, nunca logró regularizar su situación migratoria. “Lo intenté muchas veces pagando a abogados; nos daban esperanzas, pero nunca se hizo nada. Me iban a dar un permiso de trabajo, pero llegó Trump y ahí quedó”, lamenta.
El 12 de abril, cuando salía a trabajar, varios agentes de inmigración rodearon su coche. “Aparecieron unos de la parte de atrás y otros de frente; salieron carros por todos lados, eran oficiales de inmigración”, relata. Lo esposaron y lo trasladaron a un centro de detención. Pensó que sería deportado en horas, pero pasó cinco semanas en un recorrido por centros de retención en Nueva Jersey, Luisiana y Texas. “Se sufre mucho… los derechos se pierden, hay mucha discriminación”, denuncia.
Cuando finalmente fue deportado a El Salvador, dejó atrás a su esposa, familia, amigos, su coche y a los empleados de su empresa. “En Estados Unidos tenía la vida hecha”, afirma. En su país natal, el recibimiento fue frío: “Me sentí como un delincuente porque así es como nos tratan, aunque no haya hecho nada”, asegura.
Critica que las deportaciones alcanzaran a personas como él: “Decían que iban a perseguir a delincuentes, pero se están yendo personas de bien, con familia y pagando impuestos”.
Semanas después, se reencontró con su esposa, quien había abandonado voluntariamente Estados Unidos y que, con nacionalidad española, había residido en Fuerteventura. La pareja decidió instalarse en la isla para comenzar de nuevo. Ahora, César busca regularizar su situación mediante el arraigo familiar. “Siempre he trabajado, eso es lo que busco y lo que busqué en Estados Unidos, pero no tuve la oportunidad de regularizarme”, concluye.




