Vie, 5 diciembre

“Esto no es vida”: el grito de una vecina, declarada apta pese a su enfermedad neurodegenerativa

Un diagnóstico que lo cambió todo

A sus 49 años, C. Cabrera –vecina de Puerto del Rosario cuya identidad preservamos– recuerda con nostalgia su vida activa de hace apenas dos años. Trabajaba como camarera en el sector turístico, en jornadas maratonianas que achacaba a la alta demanda del verano canario. Todo cambió cuando, a los 47 años, empezó a notar algo extraño: episodios puntuales de visión doble y borrosa, acompañados de intensos mareos y pérdida del equilibrio. Al principio pensó que se debía al cansancio acumulado por el exceso de trabajo, pero los síntomas se repitieron con mayor frecuencia y preocupación.

“Se me cayó el mundo encima cuando me dieron el diagnóstico”, confiesa C. Cabrera, evocando el día en que los médicos, tras una batería de exámenes para descartar un tumor, le confirmaron que padecía esclerosis múltiple. Aquella noticia marcó el inicio de un calvario médico y administrativo que continúa hasta hoy.

Los primeros meses tras el diagnóstico fueron de incredulidad y duelo. C. Cabrera, antes una mujer enérgica y autónoma, se vio de repente obligada a pausar su vida laboral. Sus días comenzaron a transcurrir entre consultas neurológicas, sesiones de fisioterapia y tratamientos para controlar la progresión de la enfermedad. Aunque la medicación ha logrado estabilizar en parte su condición, los efectos secundarios y brotes siguen presentes: la doble visión aparece sin previo aviso, los vértigos la tumban durante horas y sus piernas a veces no responden, dejándola incapaz de mantenerse en pie.

Una vida limitada por los síntomas

Hoy, la rutina de C. Cabrera dista mucho de aquella vida normal que llevaba antes de los 47. Vive prácticamente recluida en su hogar, dependiente de su pareja para muchas tareas cotidianas. Acude varias veces por semana a fisioterapia para intentar conservar la movilidad y el equilibrio, pero cada desplazamiento es un reto. El pasado lunes 25, mientras regresaba caminando lentamente de su rehabilitación, sufrió un repentino episodio de desequilibrio: sus piernas flaquearon y cayó estrepitosamente en la acera.“No pude reaccionar; todo me daba vueltas”, explica. Transeúntes alarmados llamaron a emergencias y C. Cabrera fue trasladada a Urgencias, donde le trataron contusiones y evaluaron un fuerte golpe en el muslo y rodilla de la pierna izquierda. Por suerte, no hubo fracturas graves, pero el susto dejó en evidencia, una vez más, lo vulnerable de su situación. Contaba con un informe médico que corroboraba la caída como consecuencia directa de sus trastornos neurológicos. Sin embargo, este incidente no hará sino engrosar su expediente mientras sigue esperando una respuesta oficial que reconozca su incapacidad para trabajar.

Las secuelas de su enfermedad afectan no solo su salud física, sino también su bienestar emocional. “Imagínate pasar de trabajar y valerte por ti misma a no poder ni salir sola a la calle sin miedo a caerte”, comenta.

Cabrera ha tenido que abandonar completamente el mundo laboral en plena madurez, justo cuando se sentía en la cúspide de su experiencia profesional. A sus problemas médicos se ha sumado la incertidumbre económica: hace meses se le agotó la prestación por incapacidad temporal (la baja médica inicial que la cubría), dejándola sin ingresos mientras aguarda la resolución de su solicitud de incapacidad permanente. El contrato con su antigua empresa finalizó mientras ella estaba de baja, y ahora, sin empleo y sin pensión aprobada, su calidad de vida se ha deteriorado también en el plano financiero. “He pasado de vivir con lo justo a no tener nada fijo. Mis ahorros se van en medicinas y en taxis para ir a la fisio”, lamenta.

Burocracia y espera interminable

El caso de C. Cabrera no es excepcional, sino representativo de un problema más amplio. Lleva más de un año esperando a que un tribunal médico evalúe su situación y dictamine si tiene derecho a una pensión de incapacidad permanente. Durante ese tiempo, su vida ha quedado en suspenso: no puede volver a trabajar por indicación médica, pero tampoco recibe aún la ayuda que le correspondería si se reconociera oficialmente lo que salta a la vista –que su enfermedad le impide ganarse la vida. Esta laguna administrativa, en la que muchas personas enfermas quedan atrapadas, está desgraciadamente extendida.

Abogados laboralistas y colectivos de pacientes denuncian que la Seguridad Social está rechazando la gran mayoría de solicitudes de incapacidad en la fase inicial. Según expertos, más del 95% de las peticiones de incapacidad permanente son denegadas y archivadas en la etapa administrativa inicial por el Instituto Nacional de la Seguridad Social. Es decir, solo una de cada veinte personas logra el reconocimiento a la primera.

La estrategia detrás de esta cifra alarmante, señalan los expertos, obedece a criterios económicos más que médicos. “La administración se ha acogido a este sistema de denegación para meter en el mismo saco a aquellos que realmente tienen una patología que les impide trabajar, equiparándolos a aquellos que están solicitando una pensión porque tienen un juanete. No es justo, no es razonable”, criticaba un abogado en redes sociales. Este “filtro” masivo permite contener el gasto público, a costa –según denuncian las asociaciones– de retrasar o negar derechos a quienes verdaderamente los necesitan.

El INSS dispone por ley de un plazo máximo de 135 días hábiles (unos seis meses) para resolver una solicitud de incapacidad permanente. Pero en la práctica muchas resoluciones tardan más, y si se sobrepasa ese plazo sin respuesta, se considera denegada por silencio administrativo, obligando al afectado a iniciar un engorroso proceso de reclamación.

Cabrera conoce bien esa sensación de pelear contra la burocracia. Cada mes sin noticias oficiales ha minado un poco más su ánimo. Como muchas otras personas, ha tenido que convertirse en experta en papeleo: recopilar informes médicos, certificados, presentar recursos… “Es agotador y deprimente; mientras, tú sigues enferma, sin poder trabajar y sintiéndote un estorbo”, dice.

La falta de información y asesoramiento agrava el problema. Muchos solicitantes cometen errores en la documentación o no saben que pueden recurrir una denegación. De hecho, más del 70% de las solicitudes rechazadas ni siquiera se recurren en vía judicial, simplemente por desconocimiento o por no poder costear un abogado. Los expertos insisten en que vale la pena luchar: si se construye un caso sólido, los tribunales muchas veces terminan dando la razón al paciente. Pero ese camino puede tomar años.

Mientras tanto, personas como C. Cabrera quedan en un limbo: sin poder trabajar ni cobrar pensión. En Canarias, la situación es especialmente cruda por la sobresaturación del sistema sanitario y social. En 2024 se iniciaron más de 430.000 procesos de baja laboral en las islas, con una duración media de casi 50 días por baja. La prevalencia alcanzó 73 por cada 1.000 trabajadores, una de las más altas del país.

La sospecha de fraude que pesa sobre todos

¿Por qué tarda tanto el sistema en dar respuesta? Parte de la explicación es la carga de trabajo desbordada que enfrentan los servicios públicos. Pero también influye otro factor: la sombra de la picaresca y el fraude. En los últimos años, el discurso contra las “bajas fingidas” se ha hecho fuerte, especialmente entre asociaciones empresariales.

Según la Confederación de Organizaciones Empresariales de Tenerife (CEOE), el absentismo laboral injustificado cuesta unos 2.400 millones de euros al año a las empresas de Canarias, y una cantidad similar a la Seguridad Social. Esta presión ha llevado a la creación de portales de denuncias anónimas y a nuevas herramientas de control.

Desde 2018, la Seguridad Social utiliza un algoritmo de inteligencia artificial que puntúa el estado de cada persona de baja y prioriza qué expedientes deben ser revisados. Aunque la intención es detectar fraudes, algunas voces temen que estos sistemas puedan poner bajo sospecha a pacientes legítimamente enfermos.

Cabrera siente ese estigma. “He notado miradas de duda, como si no creyeran que estoy tan mal porque ‘no lo aparento’”, comenta. Su dolencia es una de las llamadas enfermedades invisibles. Los síntomas (visión doble, fatiga, vértigos) no se ven a simple vista, a diferencia de una pierna escayolada. Enfermedades como la suya suelen encontrar incomprensión incluso entre los evaluadores.

Esclerosis múltiple en Canarias: una realidad silenciada

Cabrera padece esclerosis múltiple, como otras miles de personas en las islas. Solo esta enfermedad afecta a unas 3.000 personas en Canarias. Sus síntomas muchas veces no son visibles, fluctúan y no siempre son valorados correctamente por el sistema. La fatiga crónica, el dolor, las alteraciones cognitivas, los problemas de movilidad o visión no siempre se ven reflejados con claridad en una valoración médica tradicional.

Las asociaciones de pacientes alertan de que estos síntomas “invisibles” muchas veces no se tienen en cuenta en los procesos de valoración de discapacidad. A esto se suma el retraso en los diagnósticos y en el inicio de tratamientos, sobre todo por las listas de espera. En Canarias, se ha lanzado recientemente una Estrategia 2024-2027 para abordar estas enfermedades, mejorar la coordinación y reforzar la rehabilitación, pero las mejoras aún no se perciben a pie de calle.

Organizaciones como APEM Fuerteventura, a las cuales acude cada semana, fueron y son vitales para Cabrera en todo el proceso, intentan llenar ese vacío con apoyo psicológico, rehabilitación, transporte adaptado o asesoría. “Muchos no son conscientes de lo que supone vivir con una enfermedad así a nivel emocional, económico y familiar”, señalan.

Llamamiento a la empatía y a la justicia social

El caso de C. Cabrera sigue abierto. El pasado 14 de agosto, recibió una carta del Instituto Nacional de la Seguridad Social. En ella, se le notificaba que había sido declarada “apta para el trabajo”, desestimando su solicitud de incapacidad permanente. La resolución ha sido un nuevo mazazo: “Solo pido que sean justos, que se pongan en mi lugar. Yo daría lo que fuera por poder trabajar, pero mi cuerpo no me deja. Esto no es vida”.

Su historia plantea una pregunta de fondo: ¿estamos haciendo lo suficiente como sociedad para proteger a nuestros miembros más vulnerables? Los colectivos de pacientes lo tienen claro: hace falta más sensibilización, más humanidad en los procesos de evaluación, y más medios. Y, sobre todo, recordar que detrás de cada expediente hay una persona que lucha por mantener algo tan básico como la dignidad.

Mientras llega la respuesta al recurso que ya ha presentado, C. Cabrera intenta mantener el ánimo. Va a terapia, toma su medicación y sueña con volver a sentirse independiente. Su aspiración no es distinta a la de cualquiera: vivir con dignidad y sin miedo al mañana. En su caso, ese mañana depende de que la burocracia finalmente reconozca lo que su cuerpo ya ha dejado claro.

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